miércoles, 27 de octubre de 2010

PEPETE


ESCRIBIÓ José Luis de Córdoba que "para ser torero cordobés no bastaba con haber nacido en Córdoba; era condición indispensable haber visto la luz primera en el barrio de la Merced y, a ser posible" haber recibido las aguas bautismales en Santa Marina o San Miguel, y apellidarse Molina, Guerra, Bejarano o Rodríguez, como José Dámaso Rodríguez Pepete, quien además de llevarlos por partida doble y cumplir todos los requisitos anteriores, creció en el barrio que, en Córdoba, era decir de los toreros, en el Matadero Viejo o de la Merced.

José Dámaso Rodríguez y Rodríguez había nacido el 11 de diciembre de 1824, en el barrio donde los niños jugaban y trabajaban con el toro, haciéndose jóvenes y hombres, sumergidos en el mismo mundo, casi entre castas, donde hasta los matrimonios lo eran entre banderilleros, picaores, mozos de espadas y toreros, con hermanas, hijas o viudas de ellos, como sucedió por dos veces con la madre de Manuel Rodríguez, Manolete, a la postre sobrino nieto de Pepete.

Del apellido torero Bejarano (segundo de Rafael Guerra) fue también Rafaela, la mujer con quien al cumplir los 20 años, empezó a compartir la vida que para él había transcurrido despiezando la carne que vendía luego por los pueblos y, en el caso de la muchacha, entre curtidos. Mas no era ésa su manera de mal ganarse el sustento con el toro, y pronto entró en la cuadrilla de Camará y a destacar entre los muchachos por su valentía, rayana en una osadía suicida. No se ponen de acuerdo los cronistas, Ramírez Bernal entre ellos, en la fecha de su alternativa, en 1847 en Madrid, en 1850 o dos años después en Sevilla, tomando los trastos de matar del maestro Cayetano Sanz. Pero coinciden en que su arrojo levantaba al público y en su "pelea", a veces cuerpo a cuerpo, le gritaban que parase. Aquella afición por el peligro, se hacía más latente cuando entraba en competición con los compañeros de cartel, inventando lances y suertes; y aunque con las reservas oportunas, hubo quien lo consideró el inventor del salto de la garrocha y del toreo con pañuelo, esto último en pleno "pique" con el sevillano Manuel Trigo, otro torero bragao dentro y fuera del ruedo, muerto poco después de un navajazo en una pelea. En su afán de superar la faena de Trigo, Pepete cambió el capote por un pañuelo de bolsillo, haciendo lo mismo con la muleta y continuando con ello hasta la suerte suprema. Así emuló la primera faena que con un sombrero convirtió al andaluz Francisco Romero, en el primer mataor de toros a pie, a comienzos del siglo XVIII en Ronda. Su pasión por el riesgo y el dinero debían ir parejas, según un hecho que ubica Luis Alonso Hernández en la ciudad del Tajo que inspiró a Rilke y a Vicente Núñez: compitiendo con los hermanos Carmona dejó que "el toro le encunara y que algunos derrotes le alcanzaran en el pecho". Ya en la fonda enseñó las lesiones diciendo: "…estas cosas me la curo yo mismo con este meicina" que no era otra que pasarse por las heridas la "onza de oro" que había ganado esa tarde.

Así fue recorriendo las principales plazas de España durante una década cosechando heridas y éxitos. Cuando en el siglo XIX agonizaban los años cincuenta, Madrid le abrió definitivamente sus puertas. Y fue en la antigua plaza de la capital del Reino, cuatro años después y en presencia de Isabel II, donde torearía por última vez y donde confluyeron múltiples factores que invitaban a la superstición, tan presente en el mundo de los toros: el color negro, los cambios a última hora, el número 13 y un nombre, el de Pepete, iniciando una saga de trágicos finales.

Antonio Miura presentaba allí sus toros por vez primera, con la divisa verde y grana que le caracterizaba; pero los colores coincidían con los de otro ganadero, y se optó por cambiar de forma excepcional, el rojo por el negro. El primero de Pepete, Jocinero, respondiendo a una casta que llegaba a matar entre cinco y doce caballos por corrida, derribó al picaor Calderón en la decimoséptima vara y se fue hacia él; el maestro salió al quite desde el tendido número 13 y el Miura se fue a buscarlo, enganchándolo por la cintura con el pitón derecho y alcanzando el corazón con el izquierdo. Cuentan que tuvo fuerzas para llegar hasta la barrera en donde se desplomó, golpeándose la frente, y que con el paquete abdominal en las manos preguntó: ¿Doctó, eh argo? Murió a los pocos minutos. Una vieja canción de corro recreó así su muerte: "Pepete hizo una faena/ la reina no la vio bien/ dijo que se repitiera/ que se repita otra vez".

Aquel 20 de abril de 1862 José Dámaso Rodríguez se convertía en la primera víctima de la mítica ganadería, inmortalizando a Jocinero, como lo harían luego Espartero con Perdigón o, Manolete, la séptima víctima de los Miuras, con Islero. La muerte del maestro cordobés alzó la primera voz en contra de la fiesta taurina, la de Olózaga en el Parlamento. Machaquito I o Bombita comenzarían luego a pedir el doble de sus honorarios, si de Miuras se trataba, porque eran "bichos con inteligencia" que "aprendían y pensaban

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