martes, 27 de diciembre de 2011

La afición y el vino




Zaragoza lleva fama de contar con buenos aficionados, y no pocas veces hemos oído de labios de maestros en el arte que su saber no estuvo suficientemente sancionado hasta que les aplaudió el publico zaragozano.
No quiere esto decir que no existan en aquella plaza esos espectadores que hay en todas, que marchan a la corrida con un garrote, media docena de naranjas en el bolsillo y una botella en la mano…
Pero, afortunadamente, éstos son los menos. Sin embargo, el fenómeno de la doble personalidad se manifiesta palmariamente en las corridas de toros.
Conocemos nosotros a personas dignísimas, de carácter afable y tranquilo, que se transforman por completo ante la vista de un toro. ¿Será cierto que los españoles tenemos sangre torera?
Dentro de la plaza todo está bien, todos tenemos derecho a gritar, a vociferar y a insultar, ante una vara mal puesta o ante un bajonazo indigno.
Y como prueba ahí va el siguiente episodio que le ocurrió al famoso picador el Chato:

Los toros habían salido pegando de veras. Cornada que tiraban, cornada que pulverizaba a un penco.
Los picadores rodaban por la arena como si aquel fuera su elemento. Y salía el toro siguiente… y ¡aún era más bravo! Y el público, enardecido cada vez más ante el poder y los bríos de aquellas fieras, vociferaba constantemente: ¡caballos, caballos!
Los piqueros tenían tiempo apenas para montar; inmediatamente se encontraban de nuevo rodando como una pelota, y otra vez resonaban en sus oídos las voces furiosas de: ¡caballos, caballos!
Al final de la corrida, el Chato llevaba el cuerpo lleno de cardenales y sus articulaciones casi no respondían a los deseos de la voluntad, a fuerza de porrazos.
Desde la enfermería, vendado, calenturiento y recordando como en sueños el famoso grito de: ¡caballos, caballos!, el Chato tenía que salir de la ciudad; pero tan molido estaba, que al intentar sentarse en la diligencia se convenció de que tenía que pasar al pescante para adoptar una postura que no exacerbara más sus agudos dolores.
A los cinco minutos partía el ómnibus al galope, y cada vez que el mayoral, para aumentar la velocidad de los animales, gritaba: ¡caballo!, el Chato sentía un estremecimiento de pánico.
De pronto, en una cuneta del camino, apareció, alumbrado por la vacilante luz de los faroles, un hombre tendido en medio de un gran charco de sangre.
El cochero seguía arreando a los caballos, pero el Chato, más compasivo, le obligó a parar el carruaje y pensando en la necesidad de prestar auxilio a aquel hombre, si es que no estaba muerto, se sobrepuso a los dolores de su magullado cuerpo, y como Dios le dio a entender, echó pie al camino y se acerco a aquel cuerpo inerte.
-Parece que aún respira –se dijo el Chato.- Y acercándose más, parecióle que el charco que rodeaba la cabeza del desconocido exhalaba un tufillo que no era de sangre precisamente… y acercándose más aún, oyó con terror que aquel hombre, que era sencillamente un borracho, que al regresar de los toros se había “destrenzado”, repetía de una manera maquinal: ¡Caballos, caballos! ¡ca… ba… llos…!
Las crónicas no cuentan lo que hizo el Chato.

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